Comer, un derecho placentero

    El ambiente protector y amoroso para la alimentación es una receta segura. Son esos factores emocionales los que le dan la sazón a cualquier buen alimento.

    La vida nos invita a ser comensales eternos, porque compartir la mesa con otros puede ser una de las mejores creaciones humanas para disfrutar nuestra existencia. El ser alimentados equivale a ser protegidos y amados cuando llegamos al mundo, y son estas acciones vitales las que explican por qué la nutrición es eje del bienestar humano.

    Con esta premisa, la Fundación Éxito nos invita activar la conversación alrededor de la comida y sus otros poderes -no solo los fisiológicos- como el de llenar la cotidianidad de los más pequeños de la casa con momentos placenteros para lograr efectivamente que el corazón esté contento.

    Muchos de los retos de la crianza se relacionan justamente con las decisiones que se toman sobre los alimentos y la manera como se disponen y comparten en el hogar. El qué se come y el cómo tienen una importancia equivalente. La pediatra y especialista en nutrición infantil Ana Cristina Gómez nos invitó a tomarnos en serio, pero con menos prevención, varias acciones para asumir el desafío de cultivar tempranamente hábitos saludables mejor equipados. La primera es la base de todas: los padres de familia tenemos que volvernos expertos en nuestros hijos. Esto implica ponernos en su lugar y considerar, como apunta la doctora Gómez, que “los niños son niños también cuando están comiendo”.

    Las horas de las comidas deben y pueden convertirse en espacios esperados y no temidos. Son delgadas las líneas entre el goce y la presión, entre el gusto y el rechazo o entre la tensión y la comodidad. Es común que la dicha de poder saciar el hambre como derecho fundamental se desdibuje por el peso de todos esos elementos que hacen parte de la alimentación como práctica humana. ¡Nada simple!

    De ahí el sentido del llamado de la doctora Ana Cristina Gómez cuando afirma que la conexión permanente con los niños y niñas marcan la pauta para entender la dinámica de la alimentación como una experiencia que debería ser satisfactoria, y como en todo, el ejemplo es el camino: “Está demostrado que no basta con yo comerme las verduras para que mis hijos las coman, las debo también disfrutar… es como seducirlos a través de nuestro propio disfrute”.

    Lograrlo es fundamental si consideramos la rapidez en que ocurre el desarrollo de un niño o niña en esos primeros años y el alto requerimiento nutricional que dicho proceso exige. En condiciones óptimas, el cerebro humano pasa de pesar 400 gramos al nacer a 800 gramos en el primer año. Doblar este peso del cerebro implica la presencia en el organismo de los micronutrientes presentes en la leche materna -durante los primeros seis meses- y de proteínas y otros nutrientes esenciales que solo están en los alimentos y que deben complementar la lactancia después de ese primer semestre.

    Los sentimientos encontrados y las angustias parecen no dar tregua: ¿cómo dar esos nuevos alimentos tan importantes?, ¿cómo lograr que al niño o niña sí le gusten?, ¿cómo garantizar que se lo coman todo?

    Nuevamente, la doctora Ana Cristina entrega un parte de tranquilidad. El tiempo es buen aliado, la paciencia es la mejor consejera, las rutinas y rituales son indispensables porque dan estructura al proceso y el propósito, la verdadera guía.

    Y con propósito se refiere a la idea de cultivar las cuatro habilidades alimentarias, cuya gran funcionalidad radica en que posibilitan la adopción de esos hábitos deseables para el resto de la vida: comodidad, confianza, capacidad para gestionar la alimentación como prioridad y flexibilidad.

    El ambiente protector y amoroso para la alimentación es una receta segura. Son esos factores emocionales los que le dan la sazón a cualquier buen alimento.

     

    Por Gonzalo Restrepo

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