Juan** nació e intenta crecer en Mosquera, Cundinamarca donde ganó el No en el Plebiscito sobre los acuerdos de paz. Pedro* nació e intenta crecer en Uribia, La Guajira, donde la mayoría dijo que Sí refrendaba lo acordado. Al norte donde vive Pedro, el ambiente es de costa húmeda y de altas temperaturas al nivel del mar. En el centro donde vive Juan la constante es que en el día más seco, también puede llover, en una altura superior a los 2.500 metros. Son dos regiones diferentes en muchos sentidos. Pero Juan y Pedro, dos niños menores de dos años, viven en las mismas.
Hoy reciben los nutrientes que requieren, luego de pasar parte de sus primeros meses de vida sin poder disfrutarlos; sus mamás no tuvieron suficientes controles prenatales, para sus familias es limitado el acceso a los servicios de salud y ambos nacieron con bajo peso. Los dos tienen desnutrición crónica.
La atención que están recibiendo se enfoca en que recuperen a tiempo la talla que deben tener según su edad, para ver si de pronto así el cerebro, que es el más afectado –pero no se ve- se alcanza a desarrollar, porque la ciencia dice que esto pasa en un 75% justo en los mil primeros días de existencia.
Niños como Juan y Pedro padecen los efectos de las decisiones que toman los adultos que los rodean en Uribia, Mosquera y en todo el país; son quienes sufren o disfrutan las consecuencias de sus acciones u omisiones. Están altamente comprometidos e inmersos en carne y hueso, en cuerpo y alma, presentes, impactados, afectados y sobre todo impotentes, porque como lo dice la Convención de los Derechos de los niños adoptada por las Naciones Unidas y aprobada por Colombia - Ley 12 de 1991-, “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento”. Así que ellos siguen en el medio, con la corresponsabilidad del Estado, la familia y la sociedad, a medias.
Juan, Pedro y miles de niños están en la intersección de los que piensan a, los que sienten b, los que opinan c; están, entre montañas, playas, sabanas o valles, pero parece que sólo los vemos para contarlos: se vuelven cifras desgarradoras. Porque si los viéramos, en su condición de seres humanos menores de edad, sería más evidente lo mucho que sufren los vaivenes del mundo adulto donde se discute de casi todo, pero casi nunca sobre lo que ellos necesitan hoy, para que su presente sea digno, y su mañana mejor.
A tiempo, con cosas tan naturales pero absurdamente ausentes como alimentos nutritivos, agua, afecto, cada nueva vida tendría cómo desarrollar su potencial. En la primera infancia lo esencial lo necesitan todos y si lo reciben, sería equitativa la forma de asumir individualmente su progreso, en igualdad de condiciones. Ahí es donde está el punto de encuentro, la inigualable oportunidad de invertir con el máximo retorno, y si no desaparece ningún peso, los réditos se evidenciarían en una sociedad con generaciones cultivadas para aprender, amar, discernir, escuchar, entender, proponer; y no para defenderse, atacarse, señalar o reclamar. Lo que se hace a tiempo y bien por un niño, es bueno para él, para su familia y para el país. Mejor sembrar para recoger.