En su nombre

    Semana tras semana, las muertes por desnutrición reportadas muestran un aumento de más del 50 % en comparación con el año pasado.

    A nadie le gusta hablar de niños y niñas desnutridos que están a punto de morir. O que mueren. Es tan triste y tan difícil de entender o de explicar, que incluso cuando no hay más remedio porque la realidad es tan abrumadora, tampoco se dice nada. O casi nada.

     

    Reportar las cifras de decesos de menores de cinco años parece encender alarmas que se autosilencian sin que nada diferente ocurra. Suena tristemente ineficaz. Tal vez si en vez de cifras se ponen los 212 nombres de los niños y niñas que han muerto en lo que va de este año probablemente por desnutrición, a quienes todo un país les falló, se pudiera humanizar un poco más este llamado que se ahoga. Hiere, duele, preocupa, ¿pero qué tanto nos ocupa?

     

    Acudimos a los clamores. Nombrar los seres humanos que pierden su vida por razones que podían evitarse, nombrar algún plan o programa ideado y decidido para salvar miles de vidas que están en riesgo de tener esa misma suerte, nombrar la inversión concreta en los territorios específicos donde este flagelo es más fuerte que el aprecio y la compasión de la familia y la sociedad.

     

    Persisten las problemáticas asociadas a la falta de alimento, seguridad alimentaria y agua potable en las comunidades de los nueve corregimientos en Riohacha, Manaure, Maicao y Uribia donde la Corte Constitucional hace seguimiento a la sentencia (T-466/16) que profirió por la crisis de la niñez wayuu. Persisten estas problemáticas también en el Chocó, Vichada y Cesar. Y azotan además a departamentos como Antioquia, Magdalena, Atlántico. Y hay más.

     

    Se habla de situaciones estructurales. El asunto de los servicios básicos se suma a la corrupción y a las prioridades. Si las muertes evitables de los más pequeños no es una prioridad, una urgencia, una crisis humanitaria, ¿qué es entonces?

     

    “La ayuda alimentaria es fundamental, pero no podemos salvar a los niños hambrientos con sacos de trigo. Necesitamos llegar a estos niños ahora mismo con tratamiento terapéutico, antes de que sea demasiado tarde”, dijo la directora ejecutiva de Unicef, Catherine Russell, en referencia a los ocho millones de menores de cinco años que están al borde de la muerte en 15 países de África y Asia por la crisis del hambre. Para los 212 niños y niñas en Colombia fue demasiado tarde porque la ayuda, por las razones que sea, no llegó.

     

    Hace seis años la tasa bruta nacional de mortalidad por y asociada a desnutrición fue de 5,8 muertes por cada 100.000 menores de cinco años (Dane, 2017). En 2020 la tasa fue 6,7. Según el boletín epidemiológico de la última semana de septiembre (Instituto Nacional de Salud - INS, 2022) van 212 muertes este año.

     

    Semana tras semana, las muertes por desnutrición reportadas muestran un aumento de más del 50 % en comparación con el año pasado.

     

    Esos 212 niños y niñas cuyas vidas fueron arrebatadas por enfermedades que pudieron ser tratadas en otras circunstancias para evitar su letalidad tienen que ser nombrados. Es una pena y una tragedia, en todo el sentido de esas palabras.

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