Una sola vida que se pierda por causas prevenibles denota falencias del sentido humanitario de la sociedad. En cualquier país del mundo que se registren muertes infantiles por desnutrición cabe el cuestionamiento sobre su consciencia con respecto al carácter de urgencia de esta situación.
Cuenta Martin Caparros que en Níger contrarrestaron la mortalidad infantil ocasionada por la hambruna a principios de este siglo, cuando lograron “constituir la malnutrición infantil como un objeto prioritario de preocupación”. Con este primer paso se convirtió, por fin, en una “emergencia ineludible”. Es algo dentro de lo mucho que se requiere.
Al margen de las diferencias sociales, políticas y económicas de esta nación con la Colombia de hoy, e incluso con las estadísticas, aquí seguimos prolongando una situación crítica, dándole un tratamiento pasivo; sobre todo porque por múltiples factores se percibe que la vida de la primera infancia no alcanza aún a ser tratada como prioridad.
Los esfuerzos para ofrecer a la población infantil el cumplimiento pleno de sus derechos fundamentales exigen consistencia e integralidad. Justamente, en este cambio de gobierno tiene que primar el reconocimiento a los avances en algunas atenciones y coberturas logradas por la administración saliente, y la realidad de las brechas sin acortar y de los retrocesos por subsanar.
El indicador de muertes por desnutrición encabeza la lista de lo que en vez de mejorar empeoró. El aumento fue del 49 % entre 2020 y 2022, según registro del Instituto Nacional de Salud (INS). En algunas regiones del país este fenómeno se ha agudizado aún más, como por ejemplo en el caso de La Guajira, donde hay reportes que indican que este año han muerto 39 niños wayuu por desnutrición y otras causas asociadas.
Si a todos los sectores a la vez les importara en la misma medida este drama que parece un interminable remake, posiblemente la historia sería diferente. Por eso resulta tan doloroso recordar que salvar vidas no es un asunto de ciencia ficción ni de dimensiones desconocidas. Enumera la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde hace tiempo asuntos tan conocidos como “… los cuidados posnatales, la lactancia materna, una nutrición adecuada, la vacunación, y el tratamiento de las enfermedades comunes…”. Estas actividades esenciales ¡pueden salvar de la muerte a muchos niños y niñas!
En línea con lo anterior, la OMS ha insistido a los estados miembros sobre la cobertura sanitaria universal “de modo que todos los niños puedan acceder a servicios de salud esenciales sin tener que atravesar dificultades financieras”. Se conecta directamente con el otro gran pendiente para la primera infancia de Colombia. Según información analizada por NiñezYa, “persiste un rezago para poblaciones afro e indígenas como las de Yondó (Antioquia) con 55,6 % de cobertura en salud; Cumaribo (Vichada) con 51,4 %; Riosucio (Chocó) con 45,2 %; Puerto Guzmán (Putumayo) con 43,8 %; La Macarena (Meta) con 38,75 % y Amazonas donde en la mayoría de municipios y corregimientos la cobertura en salud llegó a solo 6,0% de la población, con excepción de Leticia (100 %) y Puerto Nariño (66,9 %) (Minsalud, 2022)”.
Para cuidar la vida de la niñez colombiana no nos podemos permitir ningún retroceso más. Muchas de las iniciativas de los gobiernos se quedan en buenas intenciones escritas en papel, tal vez porque no se ha tomado con sentido de urgencia que a la niñez más vulnerable ―miles de niños y niñas― de nada le sirve palabras inspiradas en planes sin metas o metas sin presupuestos.
Dice Martín Caparros que la malnutrición “no es el drama, la catástrofe, la irrupción espectacular del desastre, sino la normalidad insidiosa de vidas en que no comer lo necesario es lo más habitual”.
Por Gonzalo Restrepo